Toda forma y modo elegante o rara de un alma

De la serie 14 days psychiatry, de Torben Weiß.

La inquebrantable ingenuidad

Robert Walser nació en Biel (Suiza) el 15 de abril de 1878 y murió, caído sobre la nieve, el día de Navidad de 1956. Su vida, semejante a la de sus personajes, fue inquieta y errática, siempre escapando a cualquier forma de duración o permanencia. A los 14 años abandonó los estudios y ejerció los más diversos oficios: fue empleado de banca, secretario, archivero; incluso sirvió de criado en un castillo de Silesia. Walser despreciaba los ideales de prosperidad, aborrecía el éxito, era incapaz de someterse a ningún tipo de rutina o atadura. Vivió siempre, de un lugar a otro, sin domicilio fijo, con graves problemas económicos. A partir de 1925 empieza a sufrir trastornos nerviosos y alucinaciones auditivas; se embriaga y tiene periodos de enorme agresividad. Su hermana Lisa, la única ayuda constante que recibió, le recomienda que ingrese en un sanatorio psiquiátrico.

Canetti ha escrito sobre Walser: «Su experiencia con la ‘lucha por la existencia’ le lleva a la única esfera en que esa lucha no existe, al manicomio, el monasterio de la época moderna». Ingresa, probablemente con alivio, en el manicomio de Waldau, de donde será transferido, en 1933, al sanatorio de Herisau. Allí permanecerá, silencioso y olvidado, hasta su muerte. A semejanza de su admirado Hölderlin, Walser enmudece en vida. Sus libros habían despertado el entusiasmo de algunos escritores: Kafka (que lo leía en voz alta a sus amigos), Christian Morgensten, Robert Musil, Walter Benjamin, pero no habían encontrado su público. El editor Karl Seelig, que lo visitó reiteradamente en su encierro y gestionó la reedición de sus obras, ha contado en su imprescindible Paseos con Robert Walser (Siruela, 2000) que consideraba que «el único suelo en el que el poeta puede producir es el de la libertad». Seelig había ayudado a otros escritores y le propuso esa libertad, pero a la pregunta «¿volvería realmente a escribir?», Walser contestó: «Con esa pregunta sólo se puede hacer una cosa: no responderla».

Francisco Solano, para la sección de recomendaciones de Babelia, suplemento de El País, 19 de noviembre de 2005.

Menos que cero

En cuanto al caminar… El método Walser tiene un recurso secreto, suerte de salida (o entrada) de emergencia a la que el escritor recurre cuando los obstáculos interpuestos por la serie de los trabajos dejan de ser eficaces. Ese recurso, muy solicitado por la tradición romántica alemana, es el hospicio. A fines de los años ‘20, despedido de un empleo por insolente, Walser sale de su madriguera, redescubre las luces de Berna y la escritura y empieza a recibir numerosos encargos de diarios y revistas extranjeras. Resultado: surménage intelectual. Lo acosan sueños poblados de truenos, voces con eco y manos que le buscan la garganta, de los que despierta aullando de terror. Se vuelve dromómano. Camina de día y de noche, sin parar. Una vez sale de Berna a las dos de la mañana y llega a Thonon a las seis; a primera hora de la tarde hace una parada a orillas del Niesen, donde apura una lata de sardinas con un trozo de pan; vuelve a Thonon al anochecer; a medianoche está otra vez en Berna. “Todo a pie, por supuesto”, declara. Otra de sus hazañas peatonales es el tramo Berna Ginebra de un tirón, con noche en Ginebra y regreso a Berna a la mañana siguiente. Mientras descubre “lo difícil que es escribir buenos relatos de viaje”, el Berliner Tageblatt, que solía encomendarle colaboraciones, le aconseja por carta que “deje de escribir durante seis meses”. Walser se queda literalmente seco, “como una estufa a la que se le acaba el combustible”. Insiste, atormentando sus “meninges para no extraerles más que pavadas”. Intenta, por fin, suicidarse, pero es incapaz de hacer un nudo corredizo como la gente. Su hermana Lisa lo lleva al hospicio de Waldau. Ante el portón del establecimiento, Walser le pregunta: “¿Te parece que es la solución?”. Lisa permanece en silencio.

Alan Pauls, en Radar, suplemento del diario argentino Página 12, domingo 5 de marzo de 2000.

Robert Walser o la escritura como paseo

Robert Walser murió en 1956, el día de Navidad, a la mitad de uno de sus incontables paseos. El hecho de que la muerte lo sorprendiera durante su caminata, en medio de la nada, me hace suponer que para él no significó más –ni menos– que cualquier otro incidente de los tantos que llegaron a inquietarlo, y que presenció con ese talante de quien siempre está de paso, a la vez maravillado y suspicaz. Durante esos paseos, Walser supo encontrar, justamente por no habérselo propuesto nunca, las aventuras más simples y jubilosas a las que puede conducir la amistad con toda clase de sucesos, seres y manifestaciones, y hacer su exaltación y encomio sin caer por ello en la desmesura de entenderlas como epifanías.

De manera semejante a la muerte en la nieve de uno de los personajes de Los hermanos Tanner, Walser hubiera querido que la naturaleza constituyera su tumba, que la tapa de su féretro no fuera otra que el cielo estrellado. Los niños que hicieron el hallazgo de su cadáver describieron a un hombre congelado a orillas de un campo cubierto de nieve, con un largo abrigo negro, botas gruesas y los ojos abiertos. Su sombrero se encontraba a un par de pasos y en su rostro se dibujaba una mueca terrible. No sonreía. Pero cada vez que proyecto esa imagen de tonos contratantes en la pantalla de mi cabeza me gusta imaginar que en el momento de encontrarse con la muerte, solitario y vagaroso, Walser quiso pedirle a su corazón que se sometiera de buen grado a lo inevitable con una sonrisa –una sonrisa oblicua, al fin y al cabo también de bienvenida–, con lo cual no hacía sino sellar una de las más singulares alianzas entre los motivos para escribir y las razones para la vida: la alianza entre la literatura, entendida como paseo, y el paseo como única forma de vida.

Luigi Amara, para Letras Libres, septiembre de 2006.

De la serie 14 days psychiatry, de Torben Weiß.

Verde olivo

Aceitunas

Ocurre a veces que el fuerte sabor de estas aceitunas,
aliñadas con dientes de ajo, aceite,
sal, limón, guindilla y hojas de laurel,
te trae a la memoria una brisa de un época antigua: grutas,
un rebaño, una sombra, la melodía de una flauta,
el sonido de una respiración de tiempos ancestrales en
un odre. El frío de una cueva, un emparrado escondido,
una choza en un melonar, una rebanada de pan centeno
y agua de pozo. Eres de allí. Te has extraviado.
Esto es el exilio. Vendrá tu muerte, en tu hombro pondrá
su sabia mano. Ven, nos vamos a casa.

El mismo mar, de Amos Oz, fue publicado por Siruela en 2006, dentro de su colección Nuevos Tiempos. La edición original, de 1999, fue traducida del hebreo al español por  Raquel García Lozano.  [Encontré este libro hace muchos años, lo poco que hojeé bastaron para buscarlo cada cierto tiempo en las librerías de viejo, aunque sabía que la empresa tendía al fracaso porque; desconozco si los derechos o la traducción de la obra costaron demasiado, pero en especial este libro y los demás del autor son bastante más caros que lo acostumbrado en Siruela, descontando a Sloterdijk, por supuesto. Finalmente, el dios de los judíos me condujo a Oz hace unas semanas. Lo encontré en el pasaje del Palacio de Minería, que los fines de semana sirve de tianguis de libros usados y pude negociar para que la vendedora me descontara otros 30 pesos de lo que pedía, me lo llevé a casa por 140. Gracias por el maná para el librero.]

El personaje es la infancia.

Siempre hubo niños, claro, pero ¿cuándo se inventa la infancia? Jim Yang afirma —porque yo se lo hago decir— que la idea de infancia se construye en la Inglaterra victoriana. Antes, durante todo el siglo XVIII, los niños no habían sido considerados otra cosa que adultos en miniatura, animales casi salvajes y pícaros, envases vacíos que debían llenarse con el líquido y la materia del conocimiento básico para que crecieran rápido y ocuparan pronto el sitio en la sociedad que les correspondía o que les había tocado en suerte.

La llegada de los románticos comienza a alterar esta obligación y, de pronto la infancia no es una página en blanco sino un pesado manuscrito en clave, lleno de extrañas ideas y portentosos pensamientos que esperan ser decodificados por adultos que no han crecido del todo. O que han crecido diferentes. Suelen ser solteros o no tener hijos. Suelen crear pequeños libros inmensos. A través de todos esos libros para niños escritos por escritores victorianos a los que los niños les producen una extraña y hasta entonces inédita simpatía. Lewis Carroll, Charles Kingsley, Edward Lear, Frances Hodgson Burnett, Kenneth Grahame, A. A. Milne. Espejos que atravesar, viento soplando en los sauces, ositos y topos, pequeños lords y pequeñas princesas y, lo más importante de todo: jardines secretos. Todos estos libros tienen algo en común: el territorio de un lugar escondido al que sólo se puede acceder si se hacen los méritos suficientes. Una transparente idea del Edén recuperado. De acuerdo, los padres fueron expulsados de allí por sus pecados; pero los niños pueden aventurarse a buscarlo, encontrar el camino de vuelta, regresar. Lo importante ese, de  pronto, crecer lo menos posible, ser pequeño para poder pasar por las pequeñas puertas mágicas.

Y creer.

Yo creo en Peter Pan porque una mañana —yo no puedo tener  más de cinco años, todavía leo letra a letra, palabra a palabra, oración a oración— voy caminando por los jardines de Neverland. Es el amanecer o la muerte de una de las largas fiestas de mis padres y el aire está lleno de despedidas, de motores que se encienden, de gente bajando muy despacio por escaleras cubriéndose los ojos para que la luz del sol no empeore todavía más esa jaqueca lunática.

La necesidad de alejarme de la casa. Tal vez para siempre. Recuerdo sentir eso. Y pensar que tal vez trepe a los árboles del bosque de Sad Songs para ya no bajar nunca. Camino con las manos en los bolsillos y llego hasta la glorieta que hay en el parque y en la que a veces ensayan The Victorians y entro allí y —misterio de misterios— en el suelo hay un libro y ese libro se titula Peter Pan.

Lo abro.
Entro.
Leo:
Todos los niños, menos uno, crecen.
Ya nunca saldré de ahí.

En Jardines de Kensington, Rodrigo Fresán intentó hacer una biografía no rigurosa del escritor inglés James Matthew Barrie, autor del clásico libro infantil mencionado. Valorado por diversos críticos como una pluma importante de la narrativa iberoamericana contemporánea, personalmente le debo varios descubrimientos musicales que hacen mejor mi colección: gracias a sus colaboraciones en el suplemento Radar, del diario argentino Página/12, conocí el trabajo de Jim White y The La’s. No he podido constatarlo, pero se dice que Mantra es su obra más interesante.

Además de la ilustración de una de las varias pruebas para detectar daltonismo y de la viñeta, de alguna forma inspirada en el canción The Teddy Bears Picnic, me pareció importante rescatar la foto que le realizó Terry Richardson a Macaulay Culkin, convertido en ojeroso y junkie Peter Pan. Casualidad aparte la relación del actor infantil con Michael Jackson, quien llamara Neverland a su hogar-parque de diversiones.