Verde olivo

Aceitunas

Ocurre a veces que el fuerte sabor de estas aceitunas,
aliñadas con dientes de ajo, aceite,
sal, limón, guindilla y hojas de laurel,
te trae a la memoria una brisa de un época antigua: grutas,
un rebaño, una sombra, la melodía de una flauta,
el sonido de una respiración de tiempos ancestrales en
un odre. El frío de una cueva, un emparrado escondido,
una choza en un melonar, una rebanada de pan centeno
y agua de pozo. Eres de allí. Te has extraviado.
Esto es el exilio. Vendrá tu muerte, en tu hombro pondrá
su sabia mano. Ven, nos vamos a casa.

El mismo mar, de Amos Oz, fue publicado por Siruela en 2006, dentro de su colección Nuevos Tiempos. La edición original, de 1999, fue traducida del hebreo al español por  Raquel García Lozano.  [Encontré este libro hace muchos años, lo poco que hojeé bastaron para buscarlo cada cierto tiempo en las librerías de viejo, aunque sabía que la empresa tendía al fracaso porque; desconozco si los derechos o la traducción de la obra costaron demasiado, pero en especial este libro y los demás del autor son bastante más caros que lo acostumbrado en Siruela, descontando a Sloterdijk, por supuesto. Finalmente, el dios de los judíos me condujo a Oz hace unas semanas. Lo encontré en el pasaje del Palacio de Minería, que los fines de semana sirve de tianguis de libros usados y pude negociar para que la vendedora me descontara otros 30 pesos de lo que pedía, me lo llevé a casa por 140. Gracias por el maná para el librero.]

El personaje es la infancia.

Siempre hubo niños, claro, pero ¿cuándo se inventa la infancia? Jim Yang afirma —porque yo se lo hago decir— que la idea de infancia se construye en la Inglaterra victoriana. Antes, durante todo el siglo XVIII, los niños no habían sido considerados otra cosa que adultos en miniatura, animales casi salvajes y pícaros, envases vacíos que debían llenarse con el líquido y la materia del conocimiento básico para que crecieran rápido y ocuparan pronto el sitio en la sociedad que les correspondía o que les había tocado en suerte.

La llegada de los románticos comienza a alterar esta obligación y, de pronto la infancia no es una página en blanco sino un pesado manuscrito en clave, lleno de extrañas ideas y portentosos pensamientos que esperan ser decodificados por adultos que no han crecido del todo. O que han crecido diferentes. Suelen ser solteros o no tener hijos. Suelen crear pequeños libros inmensos. A través de todos esos libros para niños escritos por escritores victorianos a los que los niños les producen una extraña y hasta entonces inédita simpatía. Lewis Carroll, Charles Kingsley, Edward Lear, Frances Hodgson Burnett, Kenneth Grahame, A. A. Milne. Espejos que atravesar, viento soplando en los sauces, ositos y topos, pequeños lords y pequeñas princesas y, lo más importante de todo: jardines secretos. Todos estos libros tienen algo en común: el territorio de un lugar escondido al que sólo se puede acceder si se hacen los méritos suficientes. Una transparente idea del Edén recuperado. De acuerdo, los padres fueron expulsados de allí por sus pecados; pero los niños pueden aventurarse a buscarlo, encontrar el camino de vuelta, regresar. Lo importante ese, de  pronto, crecer lo menos posible, ser pequeño para poder pasar por las pequeñas puertas mágicas.

Y creer.

Yo creo en Peter Pan porque una mañana —yo no puedo tener  más de cinco años, todavía leo letra a letra, palabra a palabra, oración a oración— voy caminando por los jardines de Neverland. Es el amanecer o la muerte de una de las largas fiestas de mis padres y el aire está lleno de despedidas, de motores que se encienden, de gente bajando muy despacio por escaleras cubriéndose los ojos para que la luz del sol no empeore todavía más esa jaqueca lunática.

La necesidad de alejarme de la casa. Tal vez para siempre. Recuerdo sentir eso. Y pensar que tal vez trepe a los árboles del bosque de Sad Songs para ya no bajar nunca. Camino con las manos en los bolsillos y llego hasta la glorieta que hay en el parque y en la que a veces ensayan The Victorians y entro allí y —misterio de misterios— en el suelo hay un libro y ese libro se titula Peter Pan.

Lo abro.
Entro.
Leo:
Todos los niños, menos uno, crecen.
Ya nunca saldré de ahí.

En Jardines de Kensington, Rodrigo Fresán intentó hacer una biografía no rigurosa del escritor inglés James Matthew Barrie, autor del clásico libro infantil mencionado. Valorado por diversos críticos como una pluma importante de la narrativa iberoamericana contemporánea, personalmente le debo varios descubrimientos musicales que hacen mejor mi colección: gracias a sus colaboraciones en el suplemento Radar, del diario argentino Página/12, conocí el trabajo de Jim White y The La’s. No he podido constatarlo, pero se dice que Mantra es su obra más interesante.

Además de la ilustración de una de las varias pruebas para detectar daltonismo y de la viñeta, de alguna forma inspirada en el canción The Teddy Bears Picnic, me pareció importante rescatar la foto que le realizó Terry Richardson a Macaulay Culkin, convertido en ojeroso y junkie Peter Pan. Casualidad aparte la relación del actor infantil con Michael Jackson, quien llamara Neverland a su hogar-parque de diversiones.